(Las palabras que se encuentran en negrita hacen referencia a lugares, vocablos o elementos de la época en la Cartagena del siglo XVIII.)
Desde lo alto podía observar la ciudad al completo; la entrada y salida de carruajes, carreteros, aguadores, barcos… En cambio, lo que más le fascinaba a Luca era imaginar
el futuro de la “Ilustre Ciudad de Cartagena”.
Aquella mañana soleada y despojada de viento Luca se encontraba junto a la rambla de Benipila, aún no había comenzado su ascenso a la Atalaya, cuando le llamó la atención un furioso corcel que galopaba por La Alameda hacia las Puertas de Madrid. La sensación que procuraba el caballo al trotar, teniendo las patas calzadas en blanco, era lo más parecido a ir volando, pero aún más curioso le resultaba la vestimenta ambarina del jinete; era obvio que por el brillo de su casaca no podía ser gente de labranza y tampoco militar, sino más bien un burgués pudiente. ¿Qué motivo le habrá traído endemoniado a la ciudad?
Luca, fascinado por la premura de aquella visión, desechó la idea de subir al monte y decidió regresar a la ciudad, que tal entretenimiento le ofrecía. Además, su padre le tenía advertido que, pese a que las autoridades acabaran con el censo de lobos cartageneros, algún día podría recibir un susto monumental, y como bien dicho le tenía: ¡Te quedarás sin garguero!
Mientras cruzaba el umbral de las puertas abstraído en sus pensamientos, fue apretujado contra el muro evitando que el muchacho pudiera moverse. De súbito pasaron tres cabalgaduras espantadas de sí mismas, y con ellas, enfatizando la escena, se oyeron los gritos ahogados de tres viejas que debieron perder la voz después de aquello.
Luca comprendió entonces que el caballero de la casaca ambarina estaba siendo perseguido por la justicia, con lo que ahora resultaba ser un fugitivo. Quizá oyese que en Cartagena es donde mejor viven los presos y esclavos...
Se giró rápido para dar las gracias a quien había tenido tamaño gesto, y no pudo emitir palabra al ver el rostro de aquella mujer; sus ojos, de tan oscuros, parecían no tener pupilas, el cabello resuelto en ondas negras asomaba lustroso por el pañuelo, y su piel, bronceada como un vil metal... «¡Es una berberisca!». Se fijó en la cesta que portaba. «Al menos ha encontrado un medio para ganarse la vida». Como en otras ciudades, dar empleo y enseñanza a los berberiscos estaba prohibido. «Pero es tan hermosa». Luca le esbozó una sonrisa y le ofreció toda la alegría que podían expresar sus ojos. Se volteó y salió corriendo tras aquellos crispados jinetes.
Junto a las lindes de la calle Adarve, un grupo de gentes descomponían palabras queriendo articular lo que habían presenciado. El muchacho se aproximó convencido de saber qué se guisaba en aquel tumulto; un gentilhombre en su cabalgadura había osado adentrarse en el barrio del Molinete sin saber dónde se metía; en la calle Rompe-culos su caballo resbaló y dio al traste con la huida, teniendo que correr el caballero por dónde y cómo pudo, al tiempo que unos maleantes que zancajeaban por el barrio aprovecharon la ocasión y se llevaron el corcel para sacar de él unos caritativos reales.
Al poco, tres militares hicieron aparición y cuestionaron a los vecinos para averiguar el paradero del fugitivo.
Esto fue cuanto pudo cotillear el pequeño Luca. Reconoció que le era imposible seguir la pista al prófugo ambarino y optó por reanudar su caminata, pero esta vez hacia la pastelería de la calle Caridad Vieja, ya que tenía el encargo de comprar hojaldres franceses por el aniversario de su tía Sofía, pues desde que la reina María Antonieta los pusiera en boga eran los pasteles más vendidos en toda Cartagena.
Tras cruzar el arco que da entrada y salida a dicha calle, a veinte y tres pequeños pasos contados por Luca, llegó a las caballerizas de coches fúnebres, donde una visión inesperada penetró sus ojos. Con extremo cuidado se ocultó tras un carruaje, y escuchó cómo discutían dos trabajadores. «Mi padre va a tener razón, tengo la entrometida curiosidad de una mujercita». Según avanzaban en la disputa, uno recriminaba al otro el haber cogido dineros sin su beneplácito para comprar un caballo, ignorando en qué condiciones podía encontrarse. Por muy bonito que este fuera podría tener el mal pegajoso, y eso, acabaría con el resto de las cabalgaduras. Finalmente acordaron traer al albéitar para garantizar la salud del animal.
Súbitos relinchos asustaron a Luca, dando tal sobresalto que abrió la puerta del carruaje de un golpe. El alboroto pareció alertar a los trabajadores e hizo que el muchacho se metiese atolondrado en el coche. Inmediatamente escuchó: - Después de recoger los ataúdes pasaré por el albéitar. Y perdona mi ignorancia Diego, consideré que era una bicoca.
El carruaje comenzó a zarandearse entre el sonido de cascos y campanadas… Entonces Luca recordó en ese instante la última vez que estuvo cerca de un coche fúnebre; dos años atrás, en el verano de 1786, Isidora, su madre, contrajo la enfermedad del almarjal, así es como se denominaba al paludismo por entonces.
La joven, cuando apenas alcanzaba los dieciséis, solía comprar fideos en la tienda de un tal Giacomo Parodi, donde tras alimentar miradas caprichosas, querencias y atenciones, éste pudo comunicarle sus pretensiones de matrimonio.
Isidora, sin ser una mujer especialmente guapa, a los ojos de su esposo siempre poseyó una belleza escondida.
Repentinamente Luca fue azotado por un hedor penetrante; estaban pasando por La Serreta junto a los lavaderos y el muladar.
A pesar de las ordenanzas y multas que ascendían a unos quinientos maravedíes, en la mayor parte de los barrios la gente seguía deshonrando la notoriedad de la ciudad para no perder la costumbre. Era demasiado pedir que salieran del recinto para desprenderse de sus inmundicias.
Luca, que a intervalos asomaba cauteloso su encerada carita, contemplaba ahora la Plaza de los Caballos, sin saber por qué la llamaban así, y cómo iban doblando la esquina hacia la derribada Puerta de San Ginés. Se contaba que bajo aquellos vestigios solían pedir limosna dos músicos bastante curiosos, y ocurrió que el día 1 de noviembre de 1755, debido a las sacudidas del terremoto de Lisboa, a uno de ellos, quien tocaba la zanfona, le cayó un pedrusco en la cabeza, y que después de aquel incidente, jamás se les volvió a escuchar...
Entre brinco y brinco, el muchacho comenzó a disfrutar de su humilde viaje. «¡Sí, vamos a pasar por la relojería del muñeco mecánico!». Situada en la calle Cuatro Santos, la relojería dejaba ver en su vitrina a un autómata que escribía el nombre del relojero en francés; una ingeniosa maquina parisina que alimentaba las visiones futuristas de Luca. «¡Estoy seguro de que algún día habrá sirvientes mecánicos!».
A trompicones iban bajando hacia la Plaza de Santa Catalina, donde se encontraba la casa del cabildo con su destacada torre y la salida al muelle pesquero; exactamente la misma plaza dónde las monjitas del convento ofrecían habitualmente un chocolate líquido por el día de Santa Florentina. Y a trompicones iban cuando el coche vino a parar a la Plaza de San Agustín, repleta de cerrajeros, cereros, latoneros y al parecer, la sola carpintería que se hallaba junto a la iglesia. Fin del viaje, su Simón, o coche de alquiler, llegaba a su destino.
Luca bajó delicadamente como si de un noble se tratase, miró a su izquierda, abrió exorbitantemente los ojos, y salió corriendo-… ¡Eh! ¡Bribón! ¡Ven aquí ahora mismo! -Como la pólvora salida de un mosquete Luca recorrió las calles aledañas sin poder mirar atrás para no topar con los borrachos que salían de bodegones y botillerías.
Ya cerca de las Puertas de Murcia paró la estampida para recobrar el aliento... Estaba a salvo. Las inexistentes puertas, pues dejaron de hacerlo en el siglo anterior, daban nombre a la principal arteria de la ciudad que solía estar abarrotada de gente. Aquel día, un pregonero anunciaba que en esa misma tarde tendría lugar la representación de Il Vero Amico de Carlo Goldoni en el Teatro Coliseo. «¡A mi padre le va a entusiasmar!». Pensó al tiempo que creía ver a la berberisca vendiendo sus marfileños piñones. Pero no, no era más que un espejismo; se trataba de una de las mayúsculas mujeres que andaban acompañadas por sus esposos, amigas o sirvientas, y que consagraban la mañana a pasear o hacer las compras pertinentes. Eso sí, ataviadas a la última moda, dejando ver sus tobillos y lindos zapatos gracias a la practicidad e higiene de los nuevos patrones "a la polonesa". Por supuesto que no todas eran partidarias del nuevo estilo. Sin ir más lejos, su tía Sofía opinaba que aquello era propio de un gusto ordinario y chabacano.
Tras el bello espejismo, su mirada se situó en el establecimiento que se encontraba frente a él, y en menos que canta un gallo se vio reflejado en los cristales de la entrada; la campanilla sonó, y como por arte de magia Luca se zambulló en una atmósfera de fragancias a espliego, leño y bergamota. Paulatinamente iba siendo capturado por los volúmenes y vademécums repartidos por las mesas y anaqueles de todo el local.
-Buenos días muchacho ¿deseas algo? -Pronunció un señor oculto tras una pila de libros recién llegados.
-Buenos días Señor, quiero curiosear. -Luca comenzó a explorar la tienda bajo la mirada del propietario, que en aquel momento parecía ser más un guarda o soldado que un librero.
-Esos papeles que escudriñas son papeles periódicos. ¿Sabes leer mozalbete? -Preguntó escéptico. -Sí, Señor. -Acércame entonces, si eres tan amable, el ejemplar de La notable vida de John Sheppard. Lo tienes en el primer estante, entre los autores ingleses. -Comenzó a recorrer la lomera de cada libro hasta que dio con él-. Veo que no me has engañado, mocete. -Luca le sonrió arqueando las cejas con amable orgullo y le contestó- sepa usted Señor, que recibo clases de lectura dramática y violín. -Y así fue como logró ganarse el interés del librero. -¿Te gusta el teatro? -Mi padre es aficionado y suele ir todos los domingos al Corralón de San Roque, yo le acompaño. -Pues aquí tenéis las obras teatrales que acoge el Coliseo durante este mes; pero daos prisa que estamos a diecinueve...
A Luca le llamó la atención una de las comedias, "Catalín" de María Rita Barrenechea, en definitiva, una mujer, algo nada frecuente para la época-. Nunca he visto la comedia de una dama. - declaró Luca. - Pues te puedo asegurar que después de haber leído a Barrenechea y a Jara de Soto, no tienen nada que codiciar del talento varonil. - En ese instante volvió a sonar la campanilla. Un hombre maduro, de gallardo porte y vestido de seda aguamarina, hizo una solemne entrada quitándose el tricornio y saludando cortés. - Tenga usted muy buenos días Señor Tomás. - Téngalos usted también capitán Don Manuel.
Luca al escuchar la palabra capitán se retiró ligero hacia atrás-. No temas, muchacho, hoy no estoy de servicio. Vine a recoger el Mercurio ¿Ha llegado ya? - Sí, esta mañana recibí los nuevos papeles periódicos. - El Señor Tomás se dispuso a sacarlo de entre la montonera que tenía en el mostrador-. Aquí tiene, el último número. - El capitán lo ojeó reflexivo y concluyó diciendo- A falta de uno local, tendremos que contentarnos con el nacional. No sabe usted la cólera que me entró cuando fui notificado de la censura de nuestro Curioso Semanario. Que a estas alturas sigamos rodeados de aristarcos no lo entiendo. En lugar de avanzar vamos de lado como los cangrejos. -Buscó en su bolsilla los sonantes dineros mientras Luca recreaba imaginariamente la ocurrencia del capitán. - ¡¿Qué le puedo decir Don Manuel?! Honestamente no creo que nos ayude la situación política de nuestro país vecino. - Cierto Sr. Tomás, y espero que se solucione pronto o de lo contrario nada bueno nos espera. Como se suele decir: “Las emociones se calman, pero también se colman”. Que pase usted un agradable día y “Fiat voluntas tua”. - Adiós capitán. Siempre será un placer verle por aquí.
Don Manuel Sanguineto, teniente de navío de la real armada y capitán del puerto de Cartagena, abandonó la librería con un semblante nada prometedor. Luca se acercó entonces al Señor Tomás para saber el significado de algunas palabras que había pronunciado el capitán. -Mocito, a modo de capricho, que te veo con mucha disposición... Pero antes, dime tu nombre. -Luca. -De Génova ¿Me equivoco? -¿Cómo lo sabe? Bueno, yo nací en Cartagena, es mi padre el genovés. - Pues sencillo, hay cientos por la zona. Por ejemplo, el capitán que acaba de salir tiene ascendencia genovesa. ¡Mira Luca! ¡Ven! A ver si sabes cómo llamamos a estos libros. - Negó con la cabeza al tiempo que lo manipulaba dándole vueltas y vueltas abriéndolo de un lado y de otro.-¿Cómo se lee? -Preguntó asombrado. -¿Cree que en el futuro se leerá así? -Es muy posible muchacho.
El ejemplar que Luca disfrutaba manoseando como si de un juguete se tratase, no era otra cosa que un “libro siamés” al que podías leer del derecho o del revés. No era común verlos a la venta, pero sí eran muy conocidos en siglos atrás. -Te voy a mostrar otra rareza de librero -dijo confeccionando una maliciosa mueca tras la cual desapareció.
Luca estaba deslumbrado con el local; los muebles de cedro y palisandro, los anaqueles, las pilas de libros, el olor a sabiduría y un arca de caudales con tres ojos de cerradura para mantener a buen recaudo no se sabe qué-. A ver qué tenemos por aquí… ¡Adivina Luca! ¿A qué piel pertenece la cubierta de este libro? -El muchacho empezó a enumerar- de cerdo, de vaca, de cabra, de asno, de carnero, ¡de potro!... -El Señor Tomás negó con la cabeza-. ¿De gallina?... ¡Me rindo! - Fríamente le miró a los ojos y con no muy buenas intenciones articuló lentamente- ...de piel... HUMANA. -Luca dio un grito dejando caer el libro y el Señor Tomás rio a cascadas-. ¿Es una broma, verdad? -Preguntó apocado deseando que así lo fuera-. ¡Si! ¡Lo es! Solo quería ver tu talante y tu gesto. Eres buen mocete. Solo por el susto que te has llevado, te voy a regalar la única comedia impresa que tengo de una dama, "Catalín". -La boca del muchacho se transformó en la entrada de una mina. -¿En serio?... -Ávidamente la pinzó entre sus manos emocionadas. -Prométeme que vendrás por aquí para brindarme tu opinión. -Agitando la cabeza le aseguró que así lo haría-. Y ruego que me disculpes la broma, pero ten en cuenta para tu conocimiento, que altos cargos han utilizado la piel de criminales para cubrir libros relacionados con sus delitos. -Al pobre Luca no le agradó el comentario así que cambió de tema hábilmente para no imaginar cómo acabaría despellejado el hombre de la casaca ambarina.
Largo tiempo estuvieron platicando sobre el estudio de la música y las artes como mero entretenimiento y alimento del alma, más no como dedicación existencial; pocos podían disfrutar de una buena posición social, además de que muy pocos eran reconocidos en vida.
Luca reveló al Señor Tomás el propósito que tenía su padre de que tocara el violín junto él durante su melólogo de Pigmalión, que sería estrenado en San Carlos Borromeo como inicio de la temporada de comedias, pero a él no le entusiasmaba en absoluto.
Iglesias y conventos comenzaron a anunciar las doce; la persistencia del abocinado sonido y su aplomo acampanado, invitaba a elevar la mirada y descubrir los cielos-… «¡Corre!». Los nuevos amigos se despidieron con premura y afecto-. «¡Corre!». A Luca como mucho le restaba una página de vida.
Trotando hacia la tienda de su padre cavilaba sobre los estudios a los que podría consagrarse. No le gustaba el gremio paterno, porque después de embucharse a comer fideos, le resultaba antipático. No tenía que tomar una pronta decisión, pero sentía haber madurado tras la plática con el Señor Tomás.
Una vez llegados al local "Telar de Trigo", en un callejón que daba al Paseo de la Real Maestranza; con un pie dentro y otro fuera Luca fue examinado con rigor y alcanzado por una pregunta flecha- ¡¿no has traído los hojaldres?! -Un calor sofocante empezó a trepar por su piel hasta llegar a las orejas-. No me gusta que seas un desmemoriado ¡Sube ahora mismo a casa! Además, tienes que practicar la partitura que te trajo el maestro ¿o también lo has olvidado? Luca, mírame. No quiero que subas más a la Atalaya. ¿¡Me oyes!? Sabes sobradamente que me molesta. -Perdóneme padre. Le prometo que no subiré más.
-Así ha de ser. ¡Obedece! Y ahora a pedir perdón a tu tía.
A pesar de la regañina Luca subió contento a casa. La tía Sofía lo recibió como siempre, con un tierno y envolvente abrazo, y Luca, como siempre, dispuesto a ayudar comenzó a olfatear la olla donde se calentaba el bullicioso Jarullo.
Sobre la mesa, un florero colmado de narcisos blancos enaltecía la cocina y hacía homenaje a los enseres que la ocupaban. La luz, que atravesaba los vidrios con vistas a la noble Atalaya, iluminaba el cándido rostro de Luca Parodi, una pequeña alma que de súbito vería cambiar el rumbo de su vida, pues al poco de lo aquí narrado, tras la muerte de su abuelo, se vería obligado a reemplazar la ilustre ciudad escogida por su padre, por una Génova soberbia, ya que eran los únicos herederos de la hacienda Parodi.
Desencadenada por tanto la presurosa despedida de Cartagena, de sus alegres y conmovedoras experiencias, de encuentros oportunos, y quitando amarras desde el Arsenal a un barco llamado "Adiós", la infancia de Luca Parodi se vería vertida para siempre sobre las aguas de su indeleble memoria.